La crisis mundial ha tenido en España
una variante local que ha agravado la situación, el estallido de la
burbuja inmobiliaria.
Cierto es que gran parte de la
responsabilidad la tienen los que azuzaron de forma directa esa
economía especulativa: los constructores que inflaban los precios
mes tras mes; los bancos que concedían créditos al primero que se
presentaba en la oficina con el aval de dos piruletas y un caramelo
(o lo que es lo mismo, un contrato temporal de 1.000 euros
mensuales); y por supuesto los dirigentes políticos, que no
quisieron cambiar el motor de desarrollo de este país, porque era
más fácil dejarse llevar.
Pero como he dicho, esa solo es una
parte de la responsabilidad, porque la parte imprescindible para que
todo esto funcionara somos nosotros, los ciudadanos de a pie. La
locura especulativa, en la que la vivienda subía a un ritmo superior
al 10% anual en los años del boom inmobiliario, no habría sido
posible si los ciudadanos no hubieran estado dispuestos a pagar,
literalmente, cualquier precio por adquirir una vivienda.
Eso es lo que ha pasado en este país,
los ciudadanos, con una actitud irresponsable, se lanzaron a comprar,
por el afán de “ser propietarios”, en las condiciones más
leoninas imaginables: hipotecas a 40 años, con interés variable (y
con suelo pero sin techo, para más inri), sin garantías de
devolución para saldar la deuda en caso de impago... la lista de
despropósitos es larga, nadie les obligó a firmar esos contratos
esclavizantes con las entidades financieras, no se escuden en que no
había otra opción, porque ante la opción de comprar siempre está
la de no comprar.
En este país se ha estigmatizado el
alquiler, durante muchos años los que vivíamos en régimen de
alquiler éramos unos parias, y teníamos que soportar que nos
trataran poco menos que como a tontitos: “¿pero no ves que estás
tirando el dinero?”, creo que era la frase estrella antes del
crack, si me dieran un euro por cada vez que me la han soltado...
Porque claro, todo eran ventajas para
los “propietarios”, si el inquilino pagaba 600 euros de alquiler,
el hipotecado pagaba unos 800, y claro por esa diferencia “es mucho
mejor tener tu casa propia”... ¿tu casa propia, alma cándida?, la
única diferencia es que yo le pago el alquiler a un particular, y tú
se lo pagas a un banco, pero los dos somos inquilinos, ya que ninguno
de los dos tenemos la propiedad del inmueble.
Para tener la propiedad de un objeto
tienes que poder disponer de él libremente: mi coche está pagado,
por lo tanto puedo regalarselo a mi hermano, venderlo por la mitad de
su valor o dejarlo en la calle y comprarme otro... es mío, nadie me
puede poner cortapisas en su uso y disfrute. Vayamos ahora al caso de
una vivienda hipotecada, de la que el inocente inquilino del banco se
cree el propietario, ¿puede disponer libremente de ese bien que es
“suyo”?, que intente venderla por un precio menor del que figura
en su hipoteca, a ver si el banco le deja, o regalarsela a un
tercero. La propiedad de esa vivienda es una mera ilusión, mientras
no esté pagada, es propiedad del banco.
“Ya, pero al final la vivienda es
tuya”, sí, después de 40 años, la propiedad finalmente es tuya,
siempre que no te hayas querido (o tenido) que mudar de zona, o de
ciudad, en cuyo caso si ya has entrado en el círculo maldito de las
hipotecas, te verás obligado a seguir comprando: tienes que vender
tu anterior propiedad para costear la nueva, con lo que la hipoteca
se vuelve a alargar. ¿Y quién, en la economía actual, puede
aspirar a trabajar durante 40 años en la misma empresa?.
Raúl Martín Fernández
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